Buenas noches, amiguitas y
amiguitos. Largo tiempo hace que no me acerco a estas páginas y tiene que ser
un acontecimiento triste, luctuoso, el que me lleve a escribir otra vez, a
plasmar en un papel, virtual, mi pensamiento, mi sentimiento.
He dejado pasar ocasiones
pintiparadas, la visita de la infanta de naranja, o infamia de limón, según se
considere, a los juzgados de Palma de Mallorca. La conmemoración del décimo aniversario
de la matanza salvaje del 11 M. El escándalo perpetuo de los psoERE de Andalucía, etc.
Hoy lo que me mueve a escribir es
el próximo, el cercano, fallecimiento de Adolfo Suárez.
He leído algo a cerca del proceso
de transición de la dictadura a la democracia. Os puedo citar como mis fuentes
fundamentales: el libro sobre transición de Victoria Prego, así como el escrito
por Joaquín Bardavío. He visto, varias veces, la magnífica serie de igual
título de la propia Victoria Prego. He leído, así mismo, los libros sobre Suárez
escritos por Luis Herrero y Fernando Ónega.
No pretendo pasar por una persona
suficientemente documentada sobre este apasionante periodo político, ni sobre
la personalidad, no menos apasionante, del añorado Adolfo Suárez, pero sí creo
poder manifestar una opinión algo más documentada que la del común.
Cuando alguien conocido fallece,
mi madre suele exclamar: “le llegó la hora de las alabanzas”. Es algo muy típicamente
español, al menos así lo considero, vituperar, menospreciar, injuriar incluso a
un personaje público para tornar en cañas las lanzas cuando el finado pasa a
mejor vida. Y digo mejor vida no solo por mi condición de creyente en una u
otra forma de mas allá, sino porque pirarse de aquí, aunque sea en la barca de
Caronte, es pasar a mejor vida.
La hora de las alabanzas le llegó
a Adolfo Suárez antes de su fallecimiento, como en justicia no podía ser menos,
pero es también cierto que una parte muy sustancial de esas alabanzas le
llagaron cuando el podía oírlas, pero no podía escucharlas, o si podía, ya
carecían, probablemente, del más mínimo interés para él.
No voy a glosar los méritos,
indiscutibles, del Presidente Suárez, no voy a hablar de su talante, este real,
de verdad, de su capacidad de seducción, de su carácter de animal político
puro. Por otra parte soy muy consciente de la presión y el vacío al que sometió
a Areilza, alguien mucho más del régimen que él. Del ostracismo, al que
contribuyó, de Torcuato Fernández Miranda, verdadero arquitecto del tránsito
legal a la democracia. De los sin duda muchos defectos que poseía, como todos,
pero que solo en el caso de los verdaderamente grandes quedan paliados y
disminuidos por sus virtudes incuestionables.
Últimamente, me estoy deteniendo
con especial fruición en el periodo histórico comprendido entre 1935 y 1945, y
más concretamente en la segunda guerra mundial. No me centro tanto en la guerra
civil, porque los más que insignes representantes de la cultura del “estado
español”, antes España, se han encargado de ofrecerme una visión completa, didáctica,
equilibrada y profundamente enriquecedora de esa tragedia nacional.
Me detengo especialmente en el
personaje de Winston Leonard Spencer Churchill. Otro grande entre los grandes,
un hombre cargado de defectos, probablemente decimonónico, imperialista,
racista y trasnochado, pero dotado de una arrolladora personalidad, de
inteligencia, de oratoria, de una talla política, de un carácter, que sirvieron
para mantener, el solo, todo el peso moral del Reino Unido durante los fatídicos años de
la guerra, amén de ser un magnífico escritor. Premio Nobel de literatura, para
más señas.
Me permito establecer este
paralelismo entre estos dos titanes de la política Europea del último siglo. Es
cierto que existen numerosísimas diferencias, personales y coyunturales, pero
eran grandes.
Ahora, busque, compare y si
encuentra algo mejor….cómprelo. En estos tiempos en los que los acontecimientos
planetarios no nos dejan ver el bosque. En momentos en los que un imbécil,
cualquier imbécil, con tal de que sea útil puede ocupar cargos de relevancia,
incluso de la máxima relevancia. Cuando el fascismo, disfrazado de progresía
in-madura, se apresta a justificar lo injustificable, siempre que sean sus
acólitos los encargados de ilustrarnos. Ahora, hoy, cuando llega esa hora de
las alabanzas para alguien que de verdad fue una personalidad notable, ahora es
cuando personalmente uno más desearía poder generar, como si de una cadena de
montaje se tratase un Winston o, al menos, un Adolfo.
D.E.P.
Bss