viernes, 21 de marzo de 2014

La hora de las alabanzas


Buenas noches, amiguitas y amiguitos. Largo tiempo hace que no me acerco a estas páginas y tiene que ser un acontecimiento triste, luctuoso, el que me lleve a escribir otra vez, a plasmar en un papel, virtual, mi pensamiento, mi sentimiento.

He dejado pasar ocasiones pintiparadas, la visita de la infanta de naranja, o infamia de limón, según se considere, a los juzgados de Palma de Mallorca. La conmemoración del décimo aniversario de la matanza salvaje del 11 M. El escándalo perpetuo  de los psoERE de Andalucía, etc.

Hoy lo que me mueve a escribir es el próximo, el cercano, fallecimiento de Adolfo Suárez.

He leído algo a cerca del proceso de transición de la dictadura a la democracia. Os puedo citar como mis fuentes fundamentales: el libro sobre transición de Victoria Prego, así como el escrito por Joaquín Bardavío. He visto, varias veces, la magnífica serie de igual título de la propia Victoria Prego. He leído, así mismo, los libros sobre Suárez escritos por Luis Herrero y Fernando Ónega.

No pretendo pasar por una persona suficientemente documentada sobre este apasionante periodo político, ni sobre la personalidad, no menos apasionante, del añorado Adolfo Suárez, pero sí creo poder manifestar una opinión algo más documentada que la del común.

Cuando alguien conocido fallece, mi madre suele exclamar: “le llegó la hora de las alabanzas”. Es algo muy típicamente español, al menos así lo considero, vituperar, menospreciar, injuriar incluso a un personaje público para tornar en cañas las lanzas cuando el finado pasa a mejor vida. Y digo mejor vida no solo por mi condición de creyente en una u otra forma de mas allá, sino porque pirarse de aquí, aunque sea en la barca de Caronte, es pasar a mejor vida.

La hora de las alabanzas le llegó a Adolfo Suárez antes de su fallecimiento, como en justicia no podía ser menos, pero es también cierto que una parte muy sustancial de esas alabanzas le llagaron cuando el podía oírlas, pero no podía escucharlas, o si podía, ya carecían, probablemente, del más mínimo interés para él.

No voy a glosar los méritos, indiscutibles, del Presidente Suárez, no voy a hablar de su talante, este real, de verdad, de su capacidad de seducción, de su carácter de animal político puro. Por otra parte soy muy consciente de la presión y el vacío al que sometió a Areilza, alguien mucho más del régimen que él. Del ostracismo, al que contribuyó, de Torcuato Fernández Miranda, verdadero arquitecto del tránsito legal a la democracia. De los sin duda muchos defectos que poseía, como todos, pero que solo en el caso de los verdaderamente grandes quedan paliados y disminuidos por sus virtudes incuestionables.

Últimamente, me estoy deteniendo con especial fruición en el periodo histórico comprendido entre 1935 y 1945, y más concretamente en la segunda guerra mundial. No me centro tanto en la guerra civil, porque los más que insignes representantes de la cultura del “estado español”, antes España, se han encargado de ofrecerme una visión completa, didáctica, equilibrada y profundamente enriquecedora de esa tragedia nacional.

Me detengo especialmente en el personaje de Winston Leonard Spencer Churchill. Otro grande entre los grandes, un hombre cargado de defectos, probablemente decimonónico, imperialista, racista y trasnochado, pero dotado de una arrolladora personalidad, de inteligencia, de oratoria, de una talla política, de un carácter, que sirvieron para mantener, el solo,  todo el peso moral del Reino Unido durante los fatídicos años de la guerra, amén de ser un magnífico escritor. Premio Nobel de literatura, para más señas.

Me permito establecer este paralelismo entre estos dos titanes de la política Europea del último siglo. Es cierto que existen numerosísimas diferencias, personales y coyunturales, pero eran grandes.

Ahora, busque, compare y si encuentra algo mejor….cómprelo. En estos tiempos en los que los acontecimientos planetarios no nos dejan ver el bosque. En momentos en los que un imbécil, cualquier imbécil, con tal de que sea útil puede ocupar cargos de relevancia, incluso de la máxima relevancia. Cuando el fascismo, disfrazado de progresía in-madura, se apresta a justificar lo injustificable, siempre que sean sus acólitos los encargados de ilustrarnos. Ahora, hoy, cuando llega esa hora de las alabanzas para alguien que de verdad fue una personalidad notable, ahora es cuando personalmente uno más desearía poder generar, como si de una cadena de montaje se tratase un Winston o, al menos, un Adolfo.
D.E.P.

 

Bss